viernes, 23 de marzo de 2012

segundo ENSAYO DEL SENTIDO D LA EXISTENCIA

El sentido de mi existencia
Por lo que he vivido hasta estos momentos (enfermedades, depresiones, accidentes, tiempos difíciles en si) creo que el sentido de mi existencia es el ayudar a los demás ayudándome de mi vocación, de mis gustos, es decir, a mi me gusta el área de la salud, el estudio y el deporte y estoy dispuesta a ayudar de esa forma, como lo dice Viktor Frankl las expericiencias de la vida ayudan en mis elecciones, aunque no todas han sido de esa índole (tristes) también ha habido sonrisas, juegos, momentos alegres.
 Ahora bien porque me gustaría ayudar y en el área de la salud, como médico, pues bien, la respuesta es porque a mi a través del tiempo diversos doctores me han sabido quitar enfermedades o controlar algunas otras para que yo tuviese una mejor calidad de vida y así he podido practicar los diversos deportes que he querido.
El estudiar medicina me abriría más el campo para ayudar y ya que es un gusto lo haría con mayor facilidad. Al ser médico podría irme a zonas rurales a ayudarlos o también ser un miembro de los “topos” o médico militar para los desastres naturales y cosas así, que seria como la influencia del entorno como dice Frankl.
Mi sentido de existencia es trascender y ser reconocida como alguien que ayudaba a los demás sin obtener más que sonrisas, metafóricamente hablando (para tener mi totalidad dual, de lo sagrado y la naturaleza) pues la alegría que ahora siento y la que sentiré después de una ardua lucha en el estudio la quiero compartir con los demás, ayudándoles a tener una mejor calidad de vida y si puedo ir a ser medico de una comunidad tendría una mejor relación con la naturaleza (humano-naturaleza) como lo dicta la perspectiva Mesoamericana.
Mi sentido de existencia es el unir al amor en conocimiento y fuerza, ya que es el impulso más poderoso que tenemos, el amor al arte a lo que nos gusta y en cierto modo nos hace felices, en los cuales entran los distintos tipos de amor (Erich Fromm) unido con el amor a la vida (Arthur Schopenhauer).
Yo vivo mi presente con esperanza, ya que esta es un impulso primordial de la vida y hace que trascendamos (Bloch).
Pero como en todo existe el lado negativo o feo, que es el miedo, el miedo a atreverte hacer las cosas, ese miedo del cual desconoces su origen pero sabes que esta ahí, a veces lo he llegado a sentir en circunstancias desconocidas como nuevas materias, nuevos compañeros, nueva escuela, etc. Pero también esta el miedo a lo amenazante y ahí es cuando cambia o pierdes un poco el rumbo del sentido de tu existencia y vuelven a surgir las experiencias que hacen que tomes una decisión

jueves, 22 de marzo de 2012

Ensayo existencial

¿Cuál es el sentido de mi existencia? 

Introducción:

En este ensayo trato de exponer cual es el sentido de mi existencia, dando razones y pequeños ejemplos, del porque decidí cual era el sentido de mi existir; pues ya que esta es una interrogante que crea cierta confusión en el ser, y en este caso, directamente a mí, ya que cuestiona toda mi existencia en este mundo material. Me hace pensar sobre mi necesidad y deseo de tener un sentido para mi existir, de encontrar el porqué existo, por qué estoy aquí.
Desarrollo:

Para poder dar una respuesta a esta interrogante, descubrí que el primer paso, es entrar en contacto conmigo mismo, puesto que “Tenemos que comprendernos a nosotros mismos detrás de todas nuestras actividades” ([1]).  Y me di cuenta que, de una forma u otra vivimos engañados, pues desde pequeños nos dan la idea que para poder ser, es necesario hacer y tener, pero el hacer y el tener están determinados por el ser, sin embargo la mayoría de la gente piensa lo contrario debido a su contexto cultural, ya lo diría Eduardo Nicol: “Los hombres son insensatos y se aferran a cosas sin valor” ([2]); con esto llegué a la conclusión que yo no soy, por lo que hago o tengo, yo soy porque soy, independiente de lo que hago y tengo; entonces, ¿para qué estoy aquí?, ¿para qué existo?
Para poder dar una respuesta, primero tengo que saber que existo, y surge un nuevo cuestionamiento: ¿Qué soy yo?  Pues bien, sé que soy un ser consciente de lo que hago, de lo que está a mi alrededor (pues estoy seguro que, siempre que veo algo, sé que soy yo el que veo), un ser diferente a los demás (único), creador, con libertad y voluntad, que piensa y razona, trascendente y que estoy en este mundo. Con esto, me doy cuenta que en este mundo estoy limitado, pero que sin embargo, estar en el mundo me da el sentimiento de pertenecer a algo ([3]).  En cuanto a  estas limitaciones, coincido con Coreth, que dice: “A medida que somos conscientes de la limitación, vamos continuamente más allá” ([4]).  Pero, ¿por qué y para qué soy así? ¿Qué sentido tiene estar condicionado a un mundo material que impide mi plena comprensión de mi mismo y mi trascendencia?

Y es en este punto, donde después de analizar y reflexionar, me doy cuenta que siempre estoy en busca de más y más, de no ver simplemente lo superficial de las cosas y los acontecimientos, sino, ver más allá…aspirando y tratando de buscar lo verdadero, lo absoluto. Tal vez, es por eso que dicen que: “la humanidad está llena de conflictos y luchas” (5); porque siempre cuestionamos todo lo que existe a nuestro alrededor, estamos en busca de respuestas cuando hay interrogantes, no nos podemos conforma con cosas generales, siempre queremos ver lo más profundo de las cosas, descubrir su esencia. Así, también yo busco una respuesta a  todo el misterio que implica el siguiente cuestionamiento: ¿Cuál es el sentido de mi existencia?
El sentido de mi existencia es realizarme como persona, superándome a mí mismo constantemente, siempre yendo más allá de mis limitaciones, en constante crecimiento y evolución de mi ser; porque siento que tengo que trascender, que tengo que ir más allá de este mundo; porque hay algo más allá, que me llama en lo más profundo de mi ser y yo quiero ir hacia ese más allá, hacia esa trascendencia supra-terrenal, que me hace aspirar lo absoluto, teniendo una apertura para entregarme hacia ese misterio, y así, hacer que mi vida no sea vacía, banal. Pero para poder llegar a este último fin, también tengo que convivir con el mundo, con las personas que están a mi alrededor, puesto que forman parte de mi existencia y yo parte de su existencia, por lo que relacionarme con ellos me ayuda a poder llegar a la trascendencia (Cf. Filosofía de G. Marcel), y hay que tener en cuenta que estas relaciones no son destructivas, sino constructivas y mutuas (si yo avanzo el otro también tiene que avanzar). ¿Pero por qué decidí que ése sea el sentido de mi existencia? ¿Para qué seguir viviendo?

A esta interrogante encuentro una respuesta sencilla: porque la determinación de trascender, de ir más allá de mis limitaciones, me impulsa a seguir viviendo (Cf. Filosofía de H. Bergson), a encontrar nuevos horizontes, donde sé que yo estoy ahí, que existo y que puedo formar parte de lo absoluto, junto con otros seres, dándome cuenta que no estoy solo. Esta afirmación, me lleva al compromiso que a lo largo de mi existencia, tengo que ser mejor de lo que soy, que estoy aquí para trascender en un ser más pleno y libre.
Y me doy cuenta que este es el camino que me gusta recorrer. ¿Será este el verdadero sentido de mi existencia? Aunque a veces no sea muy claro, tengo la convicción que es el camino que me lleva a la plenitud de mi ser; y estoy consciente de que existen más caminos, pero cada quien decide que camino quiere recorre a lo largo de su existencia.

Conclusión:

Puedo concluir que, lo que le da sentido a mi existencia es el deseo de encontrarme a mí mismo, excluyendo todo lo material, para poder llegar a la trascendencia; porque para eso existo: para trascender en este mundo. Puesto que siento que este mundo no constituye mi último horizonte de mi realización como persona, siento que puedo llegar a ser más. Pero, ¿quién me asegura que este es el verdadero sentido de mi existencia?

No puedo asegurar esto, pero en lo que si coincido es que: “No podemos aceptar jamás la idea de que la vida está vacía y no tiene un sentido” (6)[5] Y he aprendido que cada quien va encontrando su sentido de existir a lo largo de su vida, y que es por eso que nuestra vida es un enigma y un misterio; y concluyo con estos cuestionamientos: ¿Qué sentido tendría nuestra existencia, si supiéramos para que existimos? ¿Qué es mejor: saber para qué existimos o descubrir para qué existimos?



([1])  “El concepto del hombre”, Aut. S. Radhakrishan y P.T. Raju. 1996
([2])  “La vocación humana” Aut. Eduardo Nicol. 1997
([3]), (5)  Cf. “El miedo a la libertad” Aut. Erich Fromm.  Edit. Paidós. 1977
([4])  “¿Qué es el hombre” Aut. Emerich Coreth. Edit. Herder. 1985
(6)  “El concepto del hombre”, Aut. S. Radhakrishan y P.T. Raju. 1996

viernes, 17 de febrero de 2012

El universo de Stephen Hawking y el lugar del Creador

El universo de Stephen Hawking y el lugar del Creador


Imagine el lector que este artículo comenzara afirmando que el cosmos de Aristóteles no dejaba ningún lugar para un Creador. ¿Cómo reaccionaría usted ante una tesis semejante? Supongo que inmediatamente le vendría a la cabeza el dato de que fue justo el marco aristotélico el que empleó, sin ir más lejos, Santo Tomás de Aquino, para formular algunos de los argumentos más clásicos de la existencia de Dios. De manera que, teniendo eso en cuenta, su reacción natural sería la de encogerse de hombros y pensar que el autor de estas líneas debería dedicar algún tiempo a refrescar sus conocimientos de historia de la filosofía.

Supongamos, en cambio, que este artículo hubiera comenzado afirmando que el universo de Stephen Hawking no deja ningún lugar para un Creador. Ante esa tesis, sospecho que más de un lector no tendría nada que oponer. Si el lector es ateo, o agnóstico, asentiría con satisfacción, y tal vez pensando que la refutación de Dios está a la vuelta de la esquina. Y si es creyente, quizás se consolaría pensando que, después de todo, la cosmología de Hawking es muy especulativa, y sigue sin haber recibido ningún tipo de soporte empírico.

Sin embargo, lo razonable, en este segundo caso, hubiera sido extraer la misma moraleja que en el primero, a saber: la deficiente formación filosófica del declarante. Y esto por un motivo muy sencillo: Porque basta analizar los rasgos generales del escenario cosmológico que nos propone Hawking para caer en la cuenta de que, de entre todas las hipótesis acerca del universo que se manejan en la física actual, es precisamente ésta la que presenta mayores analogías con el cosmos aristotélico que sirvió de base a la teología natural durante siglos.

Evidentemente, no se trata de escenarios idénticos. (Pues, por ejemplo, el universo de Hawking carece de la dimensión finalista que hallamos en el marco aristotélico). Pero, aún así, las coincidencias resultan más que llamativas:

Para empezar, en ambos casos nos hallamos ante un universo que posee todos los rasgos de un objeto físico: Un universo que es algo determinado, y no la inmensidad informe e inconcebible del cosmos materialista. Un universo pesado y medido, y dotado de una cuidadosa estructura, a la manera del instrumento musical que San Gregorio Nacianceno proponía como metáfora de la creación.

Y luego, se trata de un cosmos plenamente racional. Un aspecto, en el que el modelo de Hawking, con su eliminación de la singularidad inicial, le saca incluso ventaja -desde un punto de vista teológico- al modelo ordinario de la Gran Explosión, y muestra mejor que él la firma del Logos como fundamento de la realidad.

Las esferas celestes que imprimen y determinan el movimiento del cosmos aristotélico han desaparecido. Pero, a cambio, el mundo de Hawking cuenta con el conjunto de historias en el tiempo imaginario, que ejercen un papel de determinantes completamente análogo. Y así podríamos seguir. Pero no es necesario detenernos ahora en los detalles de este análisis de la cosmología hawkingniana: El lector interesado en ellos -y, más generalmente, en los aspectos de dicha cosmología relacionados con la teología natural- los encontrará en mi ensayo «Lo divino y lo humano en el universo de Stephen Hawking», que saldrá a la venta a mediados del próximo mes de octubre, editado por Ediciones Cristiandad con ocasión del XX aniversario de la publicación de «Historia del tiempo».

Ahora bien, si el escenario cosmológico que nos propone este autor se asemeja de tal modo a la imagen del universo que mejores servicios ha prestado a la teología, ¿de dónde procede la convicción común de que se da un conflicto entre ambos planteamientos? ¿Acaso todo se debe a un malentendido, por parte del público? Sí y no.

Desde luego, los lectores de «Historia del tiempo» no se han inventado el conflicto entre la teología natural y la cosmología de Hawking, sino que se han encontrado con muchos pasajes de la obra, que incitan a pensar en esa dirección. Además del prólogo de Carl Sagan, que también va por ahí. Y además de las declaraciones públicas de Hawking, como las que acaba de regalarnos con ocasión de su visita a Santiago de Compostela. El error -a mi modo de ver, y si es que hay que llamarlo así- ha consistido en no percibir que las conclusiones filosóficas que Hawking y Sagan pretendían derivar de esa cosmología, no se siguen de ella, sino que son un añadido ideológico, motivado por el pensamiento materialista de estos autores.

Y lo cierto es que, en los últimos tiempos, estamos asistiendo una y otra vez al mismo fenómeno, posiblemente debido a la difusión del materialismo ateo en los ambientes universitarios de nuestro cada vez más viejo continente. Da igual que se trate de cosmología o de neurología; de ingeniería genética o de física de partículas. Los nuevos avances se nos presentan siempre envueltos en una lectura sesgada, fuertemente interpretados desde una perspectiva materialista. El caso del universo de Hawking -donde el choque entre sus características reales y su interpretación estándar es tan nítido- posee, en este sentido, la virtud de la ejemplaridad.

De ahí que merezca la pena demorarse a analizar la hipótesis cosmológica de Hawking, comparando los indicios de la existencia de Dios que se pueden obtener sobre la base de dicha hipótesis con lo que el propio Hawking deduce de ella. Es un ejercicio muy ilustrativo, y que entraña una lección que los creyentes no deberíamos olvidar. A saber: que no es la ciencia la que se enfrenta a la fe en Dios. No. El problema no es la ciencia. El problema es que los materialistas intentan vendernos como ciencia lo que no es sino su pobre lectura de la misma. Una lectura que oscurece y vela el hecho de la creación, y despoja a la naturaleza de las huellas de sentido que ciertamente contiene. La despoja a ella, y nos despoja a nosotros. http://www.conoze.com/doc.php?doc=7900






EL EGO

El ego

«La cultura occidental –afirma José Antonio Marina– puede contarse como la historia de un Yo que ha ido engordando. Es fácil señalar las etapas principales. La reforma protestante apeló a la propia conciencia frente a la autoridad. Descartes instauró el yo-pienso como instancia definitiva. La Ilustración hizo lo mismo con la razón. El romanticismo exacerbó el protagonismo del Yo. El idealismo alemán lo convirtió en el origen de todo. Y, como último paso, encontramos la creciente insistencia en el individualismo. Todo ha desembocado en una afirmación desmesurada del Yo que no deja de plantearnos problemas. Lo que a veces ha sido una oportuna defensa de la autonomía personal se ha acabado convirtiendo en un obsesivo cuidado de uno mismo y en un narcisismo galopante».

Este modo de ver las cosas, que está como inscrito en nuestra cultura, es una fuente de actitudes que fomenta en las personas una psicología un tanto febril y atormentada. Un darse vueltas a uno mismo que hace resonar en el interior todo un enjambre de voces que perturban. Voces que siempre están ahí, que llegan a lo más íntimo de uno mismo. Voces que exigen tener éxito, fama, poder. Voces que cuestionan la propia valía, que dan vueltas y revueltas en torno al derecho a ser querido y tenido en cuenta. Estilos de pensamiento que llevan a que pocos momentos del día estén libres de sentimientos oscuros como rencor, celos, lujuria, codicia, antagonismos o rivalidades sin sentido. Modos de abordar las cosas que llevan a obsesionarse por la aprobación de los demás o la consideración con que a uno le tratan. Un vagar de la memoria y la imaginación que hace soñar despierto, fantaseando ser genial, brillante, admirado. Un miedo a no gustar o a ser censurado que constantemente invita a diseñar nuevas estrategias para asegurar atención y cariño.

Ese estilo emocional zarandea al hombre como a un bote en medio del oleaje. Una pequeña crítica le enfada. Un pequeño rechazo le deprime. Un pequeño éxito le emociona. Se anima con la misma facilidad que se desanima. Piensa que sólo será querido si es guapo, inteligente, lleno de salud, si tiene un buen trabajo, amigos, contactos. Cae en un mundo que fomenta las adicciones, que incita a acumular status, que crea expectativas falsas, engaños que llevan a búsquedas inútiles, a constantes desilusiones.

Todo ese vivir centrado en uno mismo potencia también la envidia. Parece que a todos les va mejor, que todos están mejor que uno mismo. Ronda constantemente la idea de cómo llegar adonde están ellos. Luego, con el fracaso, vienen los celos y el resentimiento, la suspicacia y el ponerse a la defensiva. El envidioso se enreda en una madeja de deseos que al final le impide saber cuáles son sus verdaderas motivaciones. El victimismo y la desconfianza empujan a una búsqueda constante de argumentos, a estar siempre en guardia, a dividir el mundo en los que están a favor o en contra de uno mismo. Todo se vuelve oscuro alrededor. Se endurece el corazón, se llena de tristeza, se encuentra envuelto en diálogos interminables con interlocutores ausentes, anticipando preguntas y preparando respuestas.

Lo peor es que muchas veces, pese a ser evidente lo destructivo de ese estilo de pensamiento, no es fácil desprenderse de él, pues esa persona se encuentra esclavizada por su corazón, hambriento de unos deseos que le llevan por caminos equivocados. Superarlo no es fácil, pero sí muy necesario. Es preciso poner empeño para salir de ese angosto mundo del egoísmo y descubrir la grandeza y la paz de centrar la propia vida en los demás.



ateos igual a Evasion del Espíritu???

El ateísmo como evasión del espíritu


Aunque no constituye ofensa, el ateísmo es un desafío a la fe. Es la negación de Dios, de todo valor y práctica religiosa. En el pasado, quienes decidieron «refutar el ateísmo» no pasaron del intento. El ateísmo fue la respuesta lógica, aunque no espiritual, al atosigamiento religioso que venía produciéndose desde la Edad Media. En efecto, el cristianismo se fractura en tres tendencias: la teología de la Inquisición, el surgimiento de las sectas cristianas y la brecha del ateísmo. Desde entonces tal fenómeno intelectual ha seguido en auge, teniendo lugar en el siglo XX una eclosión, sin paralelo, de ateísmo.
Existen dos tipos de ateos. Uno es producto de una actitud de negligencia. Quizá de abandono personal por las cosas que atañen a la naturaleza del espíritu en la fe. Tarde o temprano la persona escéptica, que se halla incursa en aquella actitud de descuido, termina por darse cuenta de su indiferencia y procura una cierta aproximación hacia Dios. Ese tipo de ateísmo pertenece a una cierta etapa temprana de la vida del individuo. Se da en quienes no han sido formados o educados en el sentimiento de una fe o al calor de un núcleo familiar homogéneo.

El otro tipo de ateísmo se contrae al racionalismo ateo. Es decir, aquel que se caracteriza por una clara y consciente posición personal, doctrinariamente sustentada: la de no admitir ninguna práctica o credo religioso. A este ateísmo teórico se llega por varios caminos. Por medio de una posición ideológica firmemente sustentable o dominante en el medio cultural como corriente del pensamiento. Esta forma supone la renuncia anticipada a toda creencia religiosa; o bien, supone un cambio o renuncia a una forma cultural prevalente. Pertenecen a ese grupo los filósofos marxistas, algunos científicos o profesionales liberales; son los llamados librepensadores, así como la gente de ese entorno ideológico.
También podría llegarse a la pérdida de los valores religiosos por motivos de índole estrictamente ocasionales. Como fueron en su momento las guerras mundiales u hoy los más variados conflictos bélicos o calamidades colectivas que hacen perder la fe del creyente; en fin, debido a debilidades de la condición humana, como una excentricidad social. También se suele abrazar el ateísmo a consecuencia inevitable de un gran cisma religioso. En todo caso, la causa varía en función de las circunstancias, de la cultura, de la época y de las personas. Todas esas maneras de acceder al ateísmo consciente están literariamente documentadas.

Nadie nace ateo o creyente. Los primeros pasos por la vida se orientan junto con la educación a la construcción de una fe, que es precisamente la de nuestros mayores. Pero el ateísmo consciente es resultado de la madurez humana y cultural. Es una actitud filosófica que se adopta en algún momento de la existencia. Hoy día el ateísmo tiene la consistencia de un pensamiento sistemático recargado de ideologismo, cuya expresión moderna más elevada se haya en el materialismo histórico, dentro de cuya filosofía o sistema todavía se sigue educando a millones de personas en todo el mundo contemporáneo.
Las consecuencias espirituales de las dos guerras mundiales, el triunfo del socialismo radical, las majaderías del existencialismo y la deriva suicida del nihilismo, entre otros refinamientos doctrinales, han favorecido grandemente la tendencia agnóstica y ateísta en nuestro tiempo. El triunfo del ateísmo es una realización del siglo XX. Muchas sociedades de gran tradición fueron reedificadas bajo la égida del socialismo radical, el cual se autodefine por principio ateo. Sin embargo, ya a finales de la década de los ochenta del pasado siglo, se inicia un movimiento de revisión: de mayor tolerancia y a la búsqueda de una fe renovada en la condición humana. Así, el líder soviético Mijaíl Gorbachov declaraba en Agosto de 1989: «Es preferible una fe que ninguna», en el mismo momento que autorizaba la entrada a la URSS de diez millones de Biblias.

El ateísmo es el problema capital del individuo en relación a Dios. Es de la entera soberanía de la conciencia individual y probablemente habrá que empezar a verlo bajo un nuevo enfoque. En definitiva, la enorme cantidad de sectas religiosas y su propagación, así como la abusiva ideologización de los credos y creencias, unidos al ateísmo racionalista, son las tres grandes brechas que los sistemas religiosos ortodoxos confrontan masivamente en la actualidad. Aún más, están dándose nuevas fuentes de escepticismo que son mucho más dañosas que la práctica del ateísmo, cualquiera que sea la forma que ésta asuma para expresarse. Así, las drogas y la drogadicción, a escala mundial, son las más perversas conductas entre los nuevos modos que asume el escepticismo reinante. Cabe también incluir el incremento del alcoholismo y el tabaquismo a nivel mundial, que aparecen estimulados por la publicidad subliminal. Otra tendencia en auge son los farmacodepresivos que inciden, a la sombra, en la conducta y la modifican. Y no digamos la banalización del sexo, el holocausto abortivo, la «felicidad» eutanásica o la pandemia del SIDA.
Hemos de concluir sintetizando que el ateísmo no implica una forma de liberación de la conciencia, sino de evasión engañosa del espíritu. Se podría nacer sin una fe, mas no morir sin alguna. La fuerza de la fe bastará para acercarse a Dios. Los nuevos tiempos son esclarecedores para el creyente, y reveladores para las dignidades rectoras del patrimonio cultural religioso. Es deseable que las religiones tiendan, en lo fundamental, a aproximarse unas a otras con el objeto de contribuir a asegurar la promoción de la fe en el hombre postcontemporáneo.

http://www.conoze.com/doc.php?doc=6034

LOS ATEOS RELIGIOSOS NUEVOS??


A las 7:17 PM, por Juanjo RomeroCategorías : Ateísmo


Buena la ha armado Alain de Botton. Escritor, presentador de TV, empresario. Suizo pero afincado en Inglaterra. Ateo, pero con buen gusto.
Se ha atrevido –¡oh!, cáspita– a reconocer que las religiones tienen cosas buenas. Quiere instaurar una nueva manera de ser ateo, el ateísmo 2.0, en la que partiendo de la creencia de que no hay dios ni deidades supremas, el ateo no tendría que renunciar a reconocer la belleza del arte, la arquitectura o la música religiosa. Dice que el mundo ateo está lleno de vacíos.

Dando un paso más, destaca que las «instituciones religiosas» son muy eficaces en eso que se llama «hacer la vida más fácil» y que no pasa nada por copiar sus ideas.
Así, para ponerle patas al asunto, propone que «ya es hora de que los ateos tengan su propia versión de las grandes iglesias y catedrales», tras preguntarse por qué los creyentes tienen los edificios más bellos de la tierra.

Le gustaría construir una torre de 150 pies (45,72 m, unos 15 pisos de altura) en el centro financiero de Londres para celebrar el ateísmo: el «Templo a la Perspectiva». Sería hueca, con una altura que correspondería a la edad de la Tierra –un centímetro por cada millón de años–, y bla, bla, bla. Rollo simbólico justificativo.
Ha faltado tiempo –un día, para ser exactos–para que el autoproclamado «apóstol del ateísmo» Clinton Riiiichaaaaaard Dawkins (pronunciado como Paul Bettany en «Destino de Caballero») saque el látigo castigador de herejes ateos. La secta puritana e iconoclasta no soporta disidencias. Después del intento del sector duro de reclutar a los caballeros Jedi, los ateos pata-negra no van a permitir que por cuestiones estéticas se haga la mínima concesión.

La ‘argumentación’ de Dawkins es previsible: mejor dedicarlo a construir escuelas, a libros, a…., a pobres no, que manchan.
Al margen de la lucha sectaria entre ateos, en la propuesta de Botton hay elementos muy interesantes, tanto en la detección de vacíos en el ateísmo como en ver en las grandes construcciones una proyección, si no de amor al menos de anhelos. Como si entendiese, al contrario que muchos católicos, que lo de las catedrales o, en general, la magnificencia en las cosas del Señor es una cuestión de Amor.

Como el novio que trabaja, e incluso se empeña, por comprarle una sortija a su novia. Y la novia lo acepta encantada. La novia (y el novio) no se conforman con decir que lo importante va por dentro –se supone–, quieren hacerlo visible.
Ante esa situación, un Dawkins o un «católico de lo social», pensaría como Judas, incapaces de percibir, o de recordar, que en esos actos hay mucho más que signo material.

Bienvenido ese ateismo 2.0, y me atrevo a advertir que os «atengáis a las consecuencias». Una vez dado el primer paso, si se es coherente, se presenta un mundo maravilloso. La belleza también es un camino para encontrar a Dios.


EL CASO DE HAWKING

La lección del «caso Hawking», veinte años después
Bajo el título «Lo divino y lo humano en el universo de Stephen Hawking», Ediciones Cristiandad acaba de publicar un ensayo sobre las consecuencias filosóficas de la cosmología de este autor, a cuya realización he dedicado no poco estudio.
Para comprender el sentido de tal esfuerzo, y el interés que puede tener la lectura de «Lo divino y lo humano...», quizá sea útil evocar por un momento los orígenes del «fenómeno Hawking». La ocasión, desde luego, no es mala, ya que, por estas mismas fechas, hace justo veinte años, apareció la primera edición castellana del libro de divulgación científica más vendido de todos los tiempos: «Historia del tiempo» [por cierto, una mala traducción del título de la versión inglesa, «A brief history of time», en la que desaparece su fina ironía].
Con esta obra, Stephen Hawking pasó, de la noche a la mañana, de ser un físico conocido dentro del reducido grupo de especialistas en gravitación y cosmología, a convertirse, a los ojos del gran público, en el heredero de Newton y Einstein. Sobre todo de Einstein: el prototipo de hombre sabio, al que se le consulta sobre cualquier tema, y cuya opinión se escucha siempre con el mayor de los respetos.
¿Qué era lo que prometía, pues, la lectura de «Historia del tiempo»? La contraportada del libro resaltaba la autoridad académica de Hawking, así como su esfuerzo por escrutar, pese a la grave limitación de su enfermedad, «el sentido del universo: por qué es como es y por qué existe». El ensayo que entonces presentaba al público divulgaría los resultados de tales indagaciones, y explicaría «las leyes que desvelan la compleja danza geométrica creadora del mundo y de la vida».
Y en el texto de la solapa delantera del libro se proponían algunas preguntas para guiar la lectura:
«¿Hubo un principio en el tiempo? ¿Habrá un final? ¿Es infinito el universo? ¿O tiene límites? [...] ¿Cuál es la naturaleza del tiempo? [...] ¿Puede ser el universo un continuum sin principio ni fronteras? Si así fuera, el universo estaría completamente autocontenido y no se vería afectado por nada que estuviese fuera de él. No sería ni creado ni destruido, simplemente sería. ¿Qué lugar queda entonces para un Creador?»
¿Qué lugar queda entonces para un Creador? Dos décadas después, la pregunta sigue asociada con el modelo cosmológico propuesto por Hartle y Hawking. Para un número -no sé si grande o pequeño- de personas, «Historia del tiempo» ha demostrado que el universo de la cosmología cuántica simplemente existe, y no hay lugar en él para un Creador. Y, en opinión de otros muchos, no es que tal cosa haya sido demostrada, pero sí que el modelo de Hawking supone para el teólogo, más que nada, un problema a resolver. (Un problema fácil o difícil, según los autores).
Sin embargo, dos décadas después del furor de «Historia del tiempo», ya va siendo hora de cuestionar semejante interpretación de la cosmología cuántica, por mucho que nos induzcan a ella pasajes hawkingnianos como el que acabamos de mencionar. Pues lo cierto es que las insinuaciones de ateísmo que salpican la obra que estamos comentando no son más que añadidos ideológicos, que casan realmente mal con el escenario físico en el que pretenden basarse.
Este juicio puede parecer demasiado tajante, pero, en realidad, viene avalado por una razón bien sencilla. A saber: que basta examinar con cierto detalle la estructura del modelo cosmológico de Hartle y Hawking para darse cuenta de que, de entre las hipótesis discutidas por la cosmología física actual, es justo la de estos autores la que presenta mayores analogías con ese universo finito y plenamente racional que sirvió de base, en el siglo xiii para algunas de las vías clásicas de acceso al conocimiento de la existencia de Dios.
El universo de Hawking no tiene un inicio temporal. Eso es cierto. Pero tampoco lo tenía el cosmos aristotélico, y ello no impidió el despliegue de la teología natural tomista. Pues lo que la teología natural afirma del universo en conjunto, considerado como creación, son esencialmente estos dos puntos:
  • En primer lugar, que la naturaleza es plenamente inteligible en sí (como producto del Logos divino), y también en gran medida inteligible para nosotros (como consecuencia de ser imagen de Dios).
  • Y, en segundo lugar, que el universo, como producto de la mente divina, es algo con una cierta estructura, algo «determinado», en el sentido en el que Aristóteles afirmaba de las sustancias que son «un esto» [tode ti]. En otras palabras, que el universo se asemeja a un objeto físico ordinario (o, si se prefiere, a una obra de arte), y como tal, es contingente, y tiene sentido preguntarse por su causa.
Pues bien, la plena inteligibilidad del mundo, como un todo -sin excepciones ni singularidades-, no había sido formulada, desde el cosmos aristotélico, de un modo más claro que en el modelo cosmológico de Hawking. Y si hay un modelo que describe el universo justo igual que un objeto físico ordinario, manifestando así su necesidad de un fundamento, es éste.
El lector interesado en los detalles de la argumentación, podrá encontrarlos en las páginas de mi ensayo. Pero lo que me interesa subrayar ahora es la lección que, veinte años después, deberíamos extraer del caso Hawking. Se trata de la siguiente:
El problema no es la ciencia. El problema es que los materialistas intentan vendernos como ciencia lo que no es sino una lectura sesgada de la misma. Una lectura pobre, que oscurece y vela el hecho de la creación, y despoja a la naturaleza de las huellas de sentido que contiene. A ella, y a nosotros.

http://www.conoze.com/doc.php?doc=2949

LA ANALOGIA DEL SER

La analogía del ser


La participación del ser nos conduce a la analogía del ser. La analogía del ser la podemos entender a un nivel ontológico y a un nivel epistemológico. A nivel ontológico no es otra cosa que la semejanza-desemejanza que se da entre la criatura y Dios: si el mundo viene de Dios, tiene con él algún tipo de se­mejanza (supuesto siempre que es mayor la desemejanza).Esta semejanza nos permite llegar a conocer a Dios de alguna manera (analogía en sentido epistemológico). Podemos partir de las perfecciones de este mundo para nombrar a Dios. Y la pregunta que nos hacemos es ésta: ¿podemos nombrar a Dios con nuestra noción de ser?, ¿con nuestra noción de ser podemos englobar a la criatura y a Dios? Gilson, por ejemplo, ha sostenido que no podemos englobar a Dios en nuestra noción de ente. La existencia de Dios sólo puede ser afirmada en el juicio existencial «Dios existe»; pero no podemos encerrar a Dios en nuestra noción de ente, dado que esta noción sólo se dice de la criatura. Tendríamos así un agnosticismo de representación: afirmamos la existencia de Dios, pero no podemos definir su esencia .

Entramos por lo tanto en materia. Al establecer como objeto de la metafísica todas las cosas (lápiz, mesa. etc.) en cuanto que son algo, se podría pensar que, con esta formalidad de «algo», cerrábamos el camino epistemológico para llegar a Dios. Todo lo contrario, la noción de algo se dice de todo aquello que supone absolutez y limitación entitativas y de todo aquello que dice identidad consigo mismo dentro de los límites de su ser y que, en consecuencia, se diferencia de todo lo que está fuera de dichos límites. Se dice, por lo tanto, adecuadamente de todas las realidades que conocemos en este mundo, pues todas las realidades que existen aquí rechazan absoluta y parcialmente la nada.

Ahora bien, el ser divino es el absoluto increado, que excluye absoluta y totalmente la nada y que no dice diferenciación necesaria da los demás entes. De hecho se diferencia de ellos por haberlos creado, pero de suyo no dice diferenciación necesaria de nadie, porque la identidad que tiene consigo mismo es una identidad total, que no encierra límites, y por tanto, no implica diferenciación necesaria con lo que está fuera de unos límites que no posee. ¿Podemos aplicar esta noción de algo al absoluto increado? ¿Podemos decir de Dios que es una realidad, una substancia, algo? Sencillamente, sí. En la medida que nuestro concepto de algo dice absolutez (rechazo absoluto de la nada) lo podemos aplicar a Dios, que también es absoluto. En la medida en que nuestro concepto dice, sin embargo, al mismo tiempo limitación entitativa, es inadecuado para abarcar con él a Dios. Pero lo uno no quita lo otro. La limitación de nuestro concepto de algo hará que no sea apto para designar adecuadamente al absoluto mercado. Pero, al mantener la absolutez, nuestro concepto será válido para designar a Dios. Nuestro concepto de algo sirve para designar a todo lo que es en verdad, a todo lo que existe absolutamente, aunque por implicar al mismo tiempo la limitación, será una noción tan válida como parcial, tan propia como imperfecta para designar a Dios. Esto es la analogía.

Dicho de otro modo: nuestro concepto de algo implica identidad consigo mismo dentro de los propios límites y, por lo tanto, necesaria diferenciación de todo lo que está fuera de dichos límites. En este sentido es un concepto válido, pero al mismo tiempo inadecuado, para designar con él al absoluto increado, el cual dice identidad plena consigo mismo pero no implica una diferenciación necesaria de los demás entes.

En consecuencia, nuestro concepto de algo es tan válido y propio como parcial e imperfecto para designar a Dios. Es un concepto mediato para designar a Dios, porque con nuestro concepto de algo designamos inmediata, directa y adecuadamente las realidades de este mundo. A Dios no le conocemos directa e inmediatamente, sino por medio de unos conceptos que son los propios de las criaturas.

Tenemos en consecuencia un concepto análogo para la criatura y para Dios, un mismo concepto que aplicamos adecuadamente a las criaturas, pero válida e inadecuadamente a Dios. En el campo de la razón nunca podremos sobrepasar la barrera de la analogía, es decir, la imperfección de nuestros conceptos. Sin embargo, nuestro conocimiento analógico de Dios es válido.

Naturalmente, si, para conocer a Dios, no tenemos otros conceptos que los propios de la criatura, nuestra analogía será una analogía de atribución intrínseca.(analogía de atribución es aquella en virtud de la cual la razón de un primer analogado es atribuida a otros en virtud de la relación que mantienen con él. Así por ejemplo, «sano» se dice del animal y también de la medicina y de la orina como causa y signo de la salud del animal.

Tenemos analogía de atribución extrínseca cuando la razón análoga (la salud) se da intrínsecamente en el analogado principal, pero en los otros analogados se da sólo de una forma denominativa o extrínseca (la medicina propiamente no es sana). Tenemos analogía de atribución intrínseca cuando la razón análoga se da también en los analogados inferiores de una forma intrínseca (la bondad se encuentra en Dios como analogado principal. pero también hay bondad en las criaturas).

No tenemos otros conceptos para hablar de Dios que los conceptos propios y adecuados de las criaturas, pero podemos atribuir a Dios nuestros conceptos no sólo porque, desde el punto de vista ontológico, la criatura depende de Dios, sino porque, aun epistemológicamente hablando, nuestra noción de algo es una noción válida para hablar de Dios por la implicación que tiene de absolutez, aunque al mismo tiempo sea inadecuada porque implica limitación.

Con nuestra noción de algo conocemos adecuadamente las substancias creadas, y válida, aunque inadecuadamente, a Dios. Es una noción tan análoga como trascendente. Es más, si es universal y aplicable incluso a Dios es porque es análoga. De no ser análoga, no se podría aplicar a Dios y tampoco sería universal.

La analogía es, por lo tanto, desde el punto de vista epistemológico el trampolín a la trascendencia. Porque nuestra noción de algo es análoga, podemos aplicarla también al supremo trascendente. Si, en el plano ontológico, la unidad de lo múltiple se consigue en el hecho de que todas las cosas reciben por participación su ser de Dios creador, en el plano epistemológico la unidad se consigue en el concepto de algo, porque con este concepto designamos tanto a la criatura como a Dios.

Comprendemos, en consecuencia, todos los esfuerzos dedicados a la analogía a lo largo de la historia a partir, sobre todo, del hecho cristiano, que forzó a buscar una noción de ser que valiese también para el ser increado .

Hemos fundado ya la existencia de Dios en el principio de causalidad, que nos ha permitido llegar con certeza a la realidad de Dios. Pero nos planteamos también si nuestros conceptos son válidos para hablar de la esencia divina. En primer lugar, habría que decir que es imposible conocer la existencia de Dios sin conocer de algún modo su esencia. Ya decíamos a propósito del juicio de existencia «Dios existe» que el sujeto «Dios» es la esencia de Dios, es decir, lo que sabemos de Dios: creador, infinito, etc. Es imposible preguntar si alguna realidad existe, si de alguna manera no conocemos ya su nombre, aunque sea de una forma aproximada.

Ahora bien, sabemos por ejemplo que Dios es creador, infinito, eterno, necesario. Conocemos por lo tanto su esencia, y conocemos su esencia porque a él hemos llegado no como a un ser indiferenciado, sino como a un ser que tiene en sí mismo la razón de su existencia, un ser necesario o absoluto increado. Y resulta que nuestro concepto de algo es válido para designar esta absolutez propia de Dios, aunque lo haga de un modo imperfecto, porque implica también la limitación. En la medida en que nuestro concepto de algo dice absolutez (rechazo absoluto de la nada) lo podemos aplicar a Dios que también existe absolutamente. En la medida en que nuestro concepto dice al mismo tiempo limitación entitativa, es inadecuado para designar con él a Dios. Pero lo uno no quita lo otro: conocemos el ser absoluto de Dios, pero imperfectamente.

Habrá que decir también que, puesto que el ser creado implica más de no ser que de ser, la desemejanza respecto de Dios es superior a la semejanza, de modo que nuestro conocimiento de Dios tiene más de imperfecto que de perfecto.

Por todo esto somos optimistas en cuanto a la posibilidad de conocer a Dios y a su esencia, aunque nuestro optimismo es al mismo tiempo mesurado y modesto. Mantenemos a un tiempo que de Dios conocemos algo y que Dios sigue siendo para nosotros el misterio que nuestra imaginación no puede abarcar. El misterio de Dios está siempre detrás de una sana y legítima analogía. De ninguna manera queremos soslayarlo o disminuirlo: sólo queremos situarlo en su grandiosidad precisamente por haber conocido que existe y que es una realidad. Dios es una realidad que, si resulta para nosotros inabarcable en su totalidad, no es porque no tenga nada que ver con la realidad que nosotros somos, sino porque la desborda superándola. La grandeza de Dios nos lleva más a la adoración optimista que al agnosticismo angustiado. Nuestro conocimiento de Dios es pequeño y pobre, pero es un conocimiento auténtico y verdadero. Es al mismo tiempo un conocimiento audaz y humilde Podemos designar la realidad divina con nuestros conceptos humanos.

Aceptamos, como es claro, la distinción clásica entre perfecciones simples y mixtas. Éstas últimas implican el modo específico de su realización en una criatura finita, como, por ejemplo, la sensación. Estas perfecciones están en Dios virtualmente y se dicen de él metafóricamente. En cambio, las perfecciones simples, son las que designan una perfección absolutamente, es decir, independientemente de cualquier modo específico de realización (ser, verdad, bondad, belleza, persona, vida y pocas más). Estas perfecciones están en Dios formalmente y se dicen de él propiamente.

Para terminar, basta recordar que nuestros trascendentales, empezando por la noción de algo, llevan en sí mismos el estigma de la limitación, y por ello, debemos recordar que, cuando los aplicamos a Dios, en él tales perfecciones se encuentran sin límite alguno y no distinguidas unas de otras formalmente, sino en pura coincidencia con la simplicidad del ser divino (via eminentiae). La via negationis tiene la función de recordarnos que los trascendentales que atribuimos a Dios se dan en él sin el límite con el que aquí los conocemos.

En conclusión, podemos decir que podemos tener un conocimiento auténtico, aunque imperfecto, de Dios. Nuestro mayor problema es que seguimos siendo imaginación y materia, y siempre imaginamos a Dios con un rostro humano que no responde a la realidad. Por ello el rostro humano de Cristo ha servido contra el agnosticismo más que todas las argumentaciones filosóficas.